En días como hoy (6 de diciembre, cuando
escribo estas líneas), muchas instituciones conmemoran el aniversario de la
Constitución Española de 1978. Este año 2017, impactados como estamos por la cuestión catalana, las editoriales de los periódicos de tirada nacional
dedican elogiosas palabras a la ley de leyes, la norma máxima, garante de paz y
democracia, fruto del consenso, origen de la concordia.
Asombra leer u oír hablar de la Constitución
como “la norma que nos hemos dado” cuando el 75% de la población
actual no tuvo oportunidad de votarla. Yo mismo, que estoy más cerca de los
60 que de los 50, no era mayor de edad aquel 6 de diciembre de 1978. Pero casi.
Con apenas 16 años viví aquella mistificada transición (la Transición con mayúsculas) con la curiosidad,
entusiasmo y optimismo que esa edad te otorga. Y es de esa transición y
de la constitución que nos regaló, de lo que quiero hablar.
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Ciudadanos votando el día 6 de Diciembre de 1978 |
El optimismo de mi adolescencia tardía,
contrastaba la preocupación y el pesimismos de los adultos de mi
entorno. En 1977-78, tan sólo 2-3 años
tras la muerte de Franco, mis referentes adultos se distribuían en dos mundos
inconexos. Por un lado, los
nostálgicos del franquismo, entre los cuales se contaban mis progenitores,
vivieron esa transición hacia la democracia con una mezcla de miedo (rozando el
pánico por momentos), preocupación y pesimismo. Temían asistir, como así fue,
al fin de su mundo y sus valores, que hasta entonces parecían inamovibles.
Temían el divorcio, el aborto, el laicismo, el socialismo y el comunismo.
Tenían pánico a una inminente quema de iglesias, a una guerra civil que
asolaría de nuevo sus vidas, como ocurrió durante su infancia.
Otros adultos, padres de mis amigos, alguna
que otra “oveja negra” de mi familia, muchos adultos jóvenes de mi entorno,
mostraban una actitud bien diferente. La muerte del dictador abría para ellos una etapa de esperanza tras un largo
período de horror. Pero esa esperanza no estaba exenta de preocupación.
“Ruido de sables” era la extraña expresión que se nos hizo tan familiar durante
aquellos años y los que vendrían después. Hasta que ese ruido se sustanció el
23 de febrero de 1981 (ahí yo ya era adulto). Los atentados de ETA se sucedían
mezclados con la actividad del GRAPO y de grupos incontrolados de ultraderecha.
Durante los entierros de víctimas de ETA, los militares asistentes (quizás
familiares del asesinado, quizás no) increpaban al ministro del ejército
acusándolo de traición.
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Entierro de víctimas de ETA. Algunos asistentes protestan en presencia del Ministro de Defensa, Agustín Rodríguez Sahagún, y del Teniente General Manuel Gutiérrez Mellado |
Los asesinatos de los abogados de Atocha, unos meses antes del referéndum (es decir, mientras la Constitución se estaba elaborando y discutiendo) nos
recordaron lo difícil y peligrosa que era la situación, las terribles amenazas que se cernían sobre
una débil e incipiente democracia. Ese, y no otro, era el ambiente en el que se
gestó la constitución que ahora celebramos. A los jóvenes que ahora
consideran la Constitución del 78 inamovible, un fruto ejemplar de las virtudes
de una transición modélica (como tanto se nos repite), les quiero decir
que no recuerdo aquel momento histórico como modélico en ningún sentido.
El cambio político se hizo gracias a las renuncias de muchos ciudadanos a sus
objetivos. Normalmente eso se interpreta como una concesión generosa de
aquellos héroes a la Concordia (con mayúscula). Pero no fue así, sólo se
buscaba salir de la dictadura y conseguir una democracia, lo que
implicaba no enfadar demasiado a las fuerzas del régimen, aceptar
por ejemplo una monarquía aunque se fuera republicano, no denunciar el
concordato con la Iglesia para no “provocar” una involución inmediata (quizás
violenta). Eso es la Constitución de 1978, el resultado de un ambiente de
preocupación, atentados y ruido de sables, y renuncias por miedo a perderlo
todo, enzarzarnos en una guerra tal vez cruenta, o continuar con una dictadura
heredera de la franquista. La supuesta concordia de la transición, la
propia Constitución, fueron fruto de la generosidad, pero también del miedo y
la coacción.
Los políticos de la época adoptaron,
además, una actitud paternalista con la población a la que consideraban,
quizás con razón, inmadura desde el punto de vista democrático[1]. Y eso
se nota en la propia Constitución de 1978. Todo el texto de la famosa carta
magna, trasluce una desconfianza en la población a la que se considera
incapaz de tomar decisiones. Por eso, en el texto de la Constitución apenas
existe la democracia directa[2]. Sólo se contempla
escuchar a la ciudadanía en referendo para aprobar textos complejos, como los
estatutos de autonomía o la propia constitución. Y así se hizo con la
Constitución de 1978: no se nos dio la oportunidad de escoger entre monarquía y
república, ni se nos permitió opinar sobre la estructura del Estado (la expresión “Estado federal” era tabú entonces, y se optó por ofrecernos el neologismo
“Estado de las Autonomías”, de significado incierto), la relación con la Iglesia, el estatus de las lenguas periféricas
o cualquier otro asunto. Tuvimos (tuvieron, ni yo ni el 75% de la población
actual tuvo siquiera esa oportunidad) que elegir entre la Constitución y la
nada, la involución. El voto negativo a la Constitución por convicciones
republicanas (por ejemplo), hubiera sido indistinguible del voto negativo de
los inmovilistas del post-franquismo. Votamos (votaron) que sí, porque no había
alternativa viable, para no provocar un conflicto social como el que mis padres
vivieron en su infancia y al que tanto temían.
Han pasado casi 40 años de
aquellos polvos, y de allá vienen estos lodos. Ha llegado el momento de
consultar a la ciudadanía, mediante democracia directa, las grandes cuestiones
acerca de cómo gobernarnos. Ahora eso es fácil, hay herramientas informáticas
que permiten una serie de consultas sin apenas coste para el erario público. Mi propuesta es que, en base a la opinión
de la ciudadanía, redactemos una auténtica constitución de consenso. Mi
generación no puede permitirse pasar por la vida sin siquiera ser considerada. Reclamo nuestro derecho y nuestro deber de
dejar a nuestros hijos y nietos el país que auténticamente queremos para
nosotros y para ellos, no el que votaron nuestros padres y abuelos
condicionados por el miedo a la involución. Tras 40 años de democracia, ya
somos un país maduro democráticamente (o deberíamos serlo), es el momento de
ejercer de verdad la democracia que nos hemos ganado[3].
[1] Las campañas publicitarias de la época promoviendo el voto en
consultas y elecciones sonrojarían a cualquier joven de hoy.
[2] No es así del todo. El artículo
92.1 del Capítulo 2 de la Constitución dice: “Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas
a referéndum consultivo de todos los ciudadanos”. Pero he de hacer
notar que el paternalismo sigue presente en la redacción este artículo: el
adjetivo consultivo sugiere que el
referéndum podría ser una mera consulta, cuyo resultado nuestras instituciones
podrían ignorar. Este párrafo podría haberse redactado sin ese adjetivo, o
haberlo sustituido por vinculante.
[3] Nadie debería temer ese escenario. Pero quienes
queremos un cambio podemos ganarlo y quienes no lo desean se arriesgan a
sufrirlo. Tal vez por eso, toda la maquinaria del Estado se obceca en el
inmovilismo.