divendres, 8 de desembre del 2017

Algo que celebrar, algo que recordar: El 6 de Diciembre, día de la Constitución


En días como hoy (6 de diciembre, cuando escribo estas líneas), muchas instituciones conmemoran el aniversario de la Constitución Española de 1978. Este año 2017, impactados como estamos por la cuestión catalana, las editoriales de los periódicos de tirada nacional dedican elogiosas palabras a la ley de leyes, la norma máxima, garante de paz y democracia, fruto del consenso, origen de la concordia.
Asombra leer u oír hablar de la Constitución como “la norma que nos hemos dado” cuando el 75% de la población actual no tuvo oportunidad de votarla. Yo mismo, que estoy más cerca de los 60 que de los 50, no era mayor de edad aquel 6 de diciembre de 1978. Pero casi. Con apenas 16 años viví aquella mistificada transición (la Transición con mayúsculas) con la curiosidad, entusiasmo y optimismo que esa edad te otorga. Y es de esa transición y de la constitución que nos regaló, de lo que quiero hablar.
Ciudadanos votando el día 6 de Diciembre de 1978
El optimismo de mi adolescencia tardía, contrastaba la  preocupación y el pesimismos de los adultos de mi entorno. En 1977-78, tan sólo 2-3 años tras la muerte de Franco, mis referentes adultos se distribuían en dos mundos inconexos. Por un lado, los nostálgicos del franquismo, entre los cuales se contaban mis progenitores, vivieron esa transición hacia la democracia con una mezcla de miedo (rozando el pánico por momentos), preocupación y pesimismo. Temían asistir, como así fue, al fin de su mundo y sus valores, que hasta entonces parecían inamovibles. Temían el divorcio, el aborto, el laicismo, el socialismo y el comunismo. Tenían pánico a una inminente quema de iglesias, a una guerra civil que asolaría de nuevo sus vidas, como ocurrió durante su infancia. 
Otros adultos, padres de mis amigos, alguna que otra “oveja negra” de mi familia, muchos adultos jóvenes de mi entorno, mostraban una actitud bien diferente. La muerte del dictador abría para ellos una etapa de esperanza tras un largo período de horror. Pero esa esperanza no estaba exenta de preocupación. “Ruido de sables” era la extraña expresión que se nos hizo tan familiar durante aquellos años y los que vendrían después. Hasta que ese ruido se sustanció el 23 de febrero de 1981 (ahí yo ya era adulto). Los atentados de ETA se sucedían mezclados con la actividad del GRAPO y de grupos incontrolados de ultraderecha. Durante los entierros de víctimas de ETA, los militares asistentes (quizás familiares del asesinado, quizás no) increpaban al ministro del ejército acusándolo de traición.
Entierro de víctimas de ETA. Algunos asistentes protestan en presencia del Ministro de Defensa, Agustín Rodríguez Sahagún, y del Teniente General Manuel Gutiérrez Mellado
Los asesinatos de los abogados de Atocha, unos meses antes del referéndum (es decir, mientras la Constitución se estaba elaborando y discutiendo) nos recordaron lo difícil y peligrosa que era la situación, las terribles amenazas que se cernían sobre una débil e incipiente democracia. Ese, y no otro, era el ambiente en el que se gestó la constitución que ahora celebramos. A los jóvenes que ahora consideran la Constitución del 78 inamovible, un fruto ejemplar de las virtudes de una transición modélica (como tanto se nos repite), les quiero decir que no recuerdo aquel momento histórico como modélico en ningún sentido
El cambio político se hizo gracias a las renuncias de muchos ciudadanos a sus objetivos. Normalmente eso se interpreta como una concesión generosa de aquellos héroes a la Concordia (con mayúscula). Pero no fue así, sólo se buscaba salir de la dictadura y conseguir una democracia, lo que implicaba no enfadar demasiado a las fuerzas del régimen, aceptar por ejemplo una monarquía aunque se fuera republicano, no denunciar el concordato con la Iglesia para no “provocar” una involución inmediata (quizás violenta). Eso es la Constitución de 1978, el resultado de un ambiente de preocupación, atentados y ruido de sables, y renuncias por miedo a perderlo todo, enzarzarnos en una guerra tal vez cruenta, o continuar con una dictadura heredera de la franquista. La supuesta concordia de la transición, la propia Constitución, fueron fruto de la generosidad, pero también del miedo y la coacción.

Los políticos de la época adoptaron, además, una actitud paternalista con la población a la que consideraban, quizás con razón, inmadura desde el punto de vista democrático[1].  Y eso se nota en la propia Constitución de 1978. Todo el texto de la famosa carta magna, trasluce una desconfianza en la población a la que se considera incapaz de tomar decisiones. Por eso, en el texto de la Constitución apenas existe la democracia directa[2]. Sólo se contempla escuchar a la ciudadanía en referendo para aprobar textos complejos, como los estatutos de autonomía o la propia constitución. Y así se hizo con la Constitución de 1978: no se nos dio la oportunidad de escoger entre monarquía y república, ni se nos permitió opinar sobre la estructura del Estado (la expresión “Estado federal” era tabú entonces, y se optó por ofrecernos el neologismo “Estado de las Autonomías”, de significado incierto), la relación con la Iglesia, el estatus de las lenguas periféricas o cualquier otro asunto. Tuvimos (tuvieron, ni yo ni el 75% de la población actual tuvo siquiera esa oportunidad) que elegir entre la Constitución y la nada, la involución. El voto negativo a la Constitución por convicciones republicanas (por ejemplo), hubiera sido indistinguible del voto negativo de los inmovilistas del post-franquismo. Votamos (votaron) que sí, porque no había alternativa viable, para no provocar un conflicto social como el que mis padres vivieron en su infancia y al que tanto temían.
Han pasado casi 40 años de aquellos polvos, y de allá vienen estos lodos. Ha llegado el momento de consultar a la ciudadanía, mediante democracia directa, las grandes cuestiones acerca de cómo gobernarnos. Ahora eso es fácil, hay herramientas informáticas que permiten una serie de consultas sin apenas coste para el erario público. Mi propuesta es que, en base a la opinión de la ciudadanía, redactemos una auténtica constitución de consenso.  Mi generación no puede permitirse pasar por la vida sin siquiera ser considerada. Reclamo nuestro derecho y nuestro deber de dejar a nuestros hijos y nietos el país que auténticamente queremos para nosotros y para ellos, no el que votaron nuestros padres y abuelos condicionados por el miedo a la involución. Tras 40 años de democracia, ya somos un país maduro democráticamente (o deberíamos serlo), es el momento de ejercer de verdad la democracia que nos hemos ganado[3]



[1] Las campañas publicitarias de la época promoviendo el voto en consultas y elecciones sonrojarían a cualquier joven de hoy.
[2] No es así del todo. El artículo 92.1 del Capítulo 2 de la Constitución dice: “Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos”. Pero he de hacer notar que el paternalismo sigue presente en la redacción este artículo: el adjetivo consultivo sugiere que el referéndum podría ser una mera consulta, cuyo resultado nuestras instituciones podrían ignorar. Este párrafo podría haberse redactado sin ese adjetivo, o haberlo sustituido por vinculante.
[3] Nadie debería temer ese escenario. Pero quienes queremos un cambio podemos ganarlo y quienes no lo desean se arriesgan a sufrirlo. Tal vez por eso, toda la maquinaria del Estado se obceca en el inmovilismo.

dilluns, 9 d’octubre del 2017

La ley, el orden, la democracia



Érase una vez, en un país lejano y en un tiempo lejano, unos gobernantes que decidieron dictar una ley que hiciera el sistema político estable, inmutable. Para ello, el primer ministro añadió, como artículo final de la ley, una frase ingeniosa:
Esta ley no podrá ser derogada, modificada ni enmendada, por los siglos de los siglos
Y por ello la ley siempre regía porque no podía ser modificada sin contravenirla. Este circulo vicioso es muy peligroso. Porque llega un día, antes o después, en que la ciudadanía cuestiona esa ley y pretende cambiarla, generándose un grave conflicto político. La humanidad ha vivido esa situación reiteradamente en los últimos 3 siglos.
Básicamente hay dos maneras de romper ese círculo vicioso: mal (las más de las veces) y bien. La forma inadecuada de resolver este impasse consiste en que el poder se enroque, y aplique la ley independientemente de la voluntad de la población aduciendo que es la ley y que hay que cumplirla. Las consecuencias son siempre desastrosas. En ocasiones la ciudadanía vive infeliz e insatisfecha durante generaciones, lo que constituye en sí mismo la sinrazón de un Estado, un ente complejo que pretende (asumo) la vida comunitaria en paz, bienestar y armonía. En otras ocasiones la ciudadanía se rebela y explotan revoluciones, saltos en el vacío de la alegalidad, para deshacerse del gobierno tirano y cambiar las leyes indeseadas. Aun en el caso de que al final la revolución consiga objetivos deseables, el resultado de la misma nunca será plenamente feliz, porque las revoluciones hacen saltar por los aires la convivencia (al menos temporalmente) y se saldan con muerte, sufrimiento y, a menudo, guerra. La gran Revolución Francesa, a la que tanto debe la humanidad, fue un auténtico baño de sangre, violencia y destrucción.

Actuación policial durante el fallido referéndum del 1 de Octubre
Y, ¿cuál es la solución buena? La respuesta es sencilla, la democracia. Y este es el tema que me ha traído aquí. Cuando la población, una parte mayor o menor (no lo sabemos a ciencia cierta), se opone a la legalidad establecida como ocurre actualmente en Cataluña, la única solución posible es la democracia. En el debate que hace unos años nos ocupa, y que estas últimas semanas nos preocupa, se oye a menudo por parte del gobierno y los partidos que lo sustentan (incluyendo el PSOE) un argumento absolutamente falaz: que la democracia no es tal sin el respeto escrupuloso de la ley. Precisamente, la democracia es una herramienta para decidir las leyes, para cambiar las leyes. Ese es el espíritu de la democracia, que la ciudadanía decide sus leyes y cambia las que no le gustan. Por eso, si el sistema político no deja cambiar las leyes con facilidad a voluntad de la ciudadanía, se opone a la democracia, o sea, no es un sistema democrático.  
Tenemos una Constitución a la que recurren el gobierno y sus acólitos para no cambiar nada. En estos últimos años he oído dos tipos de argumentos por los que la Constitución impide un referéndum en Cataluña. Por un lado, el más manido es que el artículo 2 de la Constitución proclama ”la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” por lo que tan solo plantear un referéndum que cuestione esa unidad es ilegal. No puedo sino disentir: precisamente se plantean los referéndums (referenda si usáramos la locución latina) para cambiar la legalidad, no puede ser ilegal plantear un referéndum en ninguna circunstancia, porque es la máxima expresión de la democracia.
Se dice que hay mecanismos reglados para modificar la Constitución y es cierto. Todo el título X de la constitución de 1978 esta dedicado precisamente a eso. Y en ese título, se otorga un protagonismo hegemónico a las cortes en cualquier posible reforma de la constitución. Tras el trabajo de las cortes y la aprobación del texto reformado, solo tras ese paso, se cita un referéndum como medio para aprobar la nueva constitución. Es decir, son nuestros representantes políticos quienes nos proponen algo cerrado y acordado entre ellos, para que simplemente demos nuestro visto bueno o lo neguemos.
Manifestación pro-unionista del 8 de Octubre
He buscado la palabra “referéndum” en el texto de la Constitución Española de 1978 y sólo aparece, precisamente, en relación con la modificación de la Constitución (Título X) y de los Estatutos de Autonomía (Capítulo 3). Pero, el Capítulo  2, en su artículo 92.1 dice:
Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos
Lo que permite, obliga a nuestros gobernantes, a consultarnos “decisiones políticas de especial trascendencia”.  Y la que nos ocupa, todos sabemos que lo es. La democracia directa está contemplada por la Constitución que nuestros gobernantes arguyen que les impide convocar un referéndum. El referéndum, por tanto, no es ilegal, simplemente el gobierno y muchos otros agentes sociales y económicos, no quiere consultarnos, nos sustraen un derecho constitucional por una cuestión político-ideológica.
Manifestación pro-referendum
Y vamos con el segundo gran argumento en contra del referéndum de independencia en Cataluña. Precisamente tiene que ver con la negrita (que es mía) del artículo 92.1 que he mencionado más arriba. No se puede convocar un referéndum en Cataluña porque el referéndum debe de incluir a “todos los ciudadanos”. Incluso se oye aquello de que, un referéndum sólo a los catalanes supone una vulneración de los derechos de los no catalanes, que no opinarían. En este sentido, el argumento se puede volver en contra: si no se consulta a los catalanes se les sustrae su derecho a opinar y decidir su futuro.
Adelante, aceptemos el artículo 92.1 de la constitución, señoras y señores, hagamos como dice la carga magna y votemos todos los españoles. Pero ¿cómo leeremos después el resultado del referéndum?. Me temo que lo haremos en  los términos que queramos cada uno. Y sin embargo yo solo veo dos posibles lecturas. Podemos secuestrar la voluntad del pueblo catalán e imponerles el destino que los españoles no catalanes (que somos amplia mayoría) decidamos. O podemos leer el resultado del referéndum entre los catalanes y reconocer que no podemos decidir su futuro sin ellos o en contra de su propia voluntad. Ya escribí sobre esto no hace mucho.
Mi propuesta es muy sencilla. En lugar de intentar convencer a los ciudadanos de  Cataluña de que no tienen derecho a decidir su futuro, de que no pueden votar si se quedan o se van, convenzámosles de que se queden, seduzcámoslos en lugar de forzarlos. En mi vida personal, en mi relación con mis pares, no contemplo otro supuesto que éste. En la vida política de mi país, tampoco.  

divendres, 25 d’agost del 2017

Átame, o el espejismo de lo políticamente correcto


Pedro Almodóvar, probablemente el más internacional de nuestros cineastas desde Buñuel, estrenó en 1990 Átame. Fui a verla al cine cuando se estrenó (sí, soy tan mayor) y salí alterado. El argumento no es del todo novedoso, recuerda al de The Collector, de William Wyler. Un joven claramente perturbado secuestra a su objeto de deseo, una bella joven, para conseguir su amor. En la película de Almodóvar, un Antonio Banderas en el esplendor de su belleza juvenil, realiza un alarde interpretativo que hace creíble que seduzca a una hermosísima Victoria Abril, que no actúa peor. Lo sorprendente de Átame es que Banderas se salga con la suya y Victoria Abril acabe enamorada de su raptor. La debilidad del personaje de Victoria Abril se vislumbra cuando, a la vista de que la férrea vigilancia de Banderas se relaja y le da la posibilidad de escaparse, le pide: “Átame”.

La película se ve muy a gusto si uno acepta lo que es, una ficción esperpéntica con un toque de humor almodovariano.  Pero, así como en otras películas es fácil identificarse con los personajes, aquí resulta imposible hacerlo, provoca náuseas ponerse en la piel de un secuestrador que fuerza la voluntad de la víctima hasta provocarle un síndrome de Estocolmo y hacerla su amante. Se trata de una película políticamente incorrectísima, en línea con el carácter transgresor del Almodóvar de los 1980-90. Hoy en día, una película así sería impensable y provocaría, seguramente, el rechazo de amplios sectores de la crítica y reacciones encendidas entre el público (twitter ardería).



Por todo esto (y voy al tema) sorprende que se considere políticamente correcto impedir a la ciudadanía de Cataluña expresar siquiera su voluntad de quedarse con nosotros o independizarse. El argumento político oficial, voceado desde todos los medios de comunicación públicos y privados de España (salvo los catalanes, claro) reza que no hay democracia sin ley y que la ley impide hacer un referéndum. Así que hemos de convertirnos en posibles secuestradores sin rechistar. Como ficción almodovariana vale, pero yo no puedo aceptar esa postura en la política de mi país.

La ley a la que se alude para evitar una consulta a la ciudadanía de Cataluña es, ni más ni menos, la ley de leyes, la Constitución Española de 1978*.  Efectivamente, su artículo 2 dice “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.  Así que tema cerrado, ¿no?. Pues no. Las leyes son instrumentos para asegurar la vida en común en paz y harmonía con respeto de los derechos de todos. Nos debemos a ese desiderátum y no a las leyes en sí mismas. Por eso la Constitución explicita los mecanismos de modificación de las leyes y de la propia Constitución (a la que se dedica todo el Título X). El uso de la consulta directa a la ciudadanía mediante referéndum se cita en diversos títulos de la Constitución, incluido el propio Título X. Cabe destacar que en el Capítulo tercero, dedicado a las comunidades autónomas se habla de que la modificación de los estatutos requerirá “referéndum entre los electores inscritos en los censos correspondientes” de la comunidad autónoma. O sea, que existe el referéndum restringido a la comunidad autónoma (de hecho se empleó para la reforma del estatuto de Cataluña).  Y en gran medida, la causa del conflicto actual es la confrontación de la legalidad del Estatuto de Cataluña refrendado por la ciudadanía catalana y la (in)constitucionalidad del mismo decidida por un Tribunal Constitucional de 12 miembros nombrados por dos partidos políticos actualmente minoritarios en Cataluña. Un tema incómodo y difícil de resolver.

Hubo un tiempo en que yo trabajaba en un gran departamento universitario en el  que éramos profesores de dos áreas de conocimiento, una de ellas muy mayoritaria. En los consejos de departamento la mayoría siempre estaba de su lado, con lo que imponían a nuestra área decisiones que nos atañían y con las que estábamos unánimemente en desacuerdo. La democracia no sólo es la decisión por mayorías, sino el respeto de las minorías. Y en ese dilema nos encontramos ahora.

Imaginemos que uno de estos días, en un rapto de prurito democrático (estoy haciendo ciencia ficción) nuestro Gobierno y/o las Cortes Generales decidieran someter a referéndum a toda la ciudadanía de España la cuestión de la independencia de Cataluña (o del Pais Vasco, o cualquier otro tema de calado, tanto me da). Es lógico suponer que si la ciudadanía decidiera, en consulta directa, un cambio del status quo del Estado, se convocarían Cortes Constituyentes que elaborarían una nueva Constitución en la que plasmarían el cambio decidido por la ciudadanía. Eso es la democracia.

Pues bien: ¿qué pasaría si en ese referéndum hubiera una respuesta global contraria a la independencia de Cataluña y, por el contrario, entre los ciudadanos catalanes la respuesta fuera favorable a su propia independencia? Podríamos aplicar la premisa de la decisión por mayorías y mantener secuestrados a los catalanes con la esperanza de que, en un final al estilo de Átame, el pueblo catalán se enamorara de nuevo de España y cayera rendido a nuestros pies.  O, por el contrario, podríamos ser políticamente correctos y respetar la decisión de la minoría catalana. Así pues, tanto da decidir este tema mediante referéndum a toda España (no se puede cuestionar la legalidad democrática de eso) que restringirlo a Cataluña. 

¿Por qué no les dejamos que decidan? Planteemos el referéndum y seduzcamos a los catalanes en lugar de someterlos. Seamos, por fin, políticamente correctos, en lugar de transformarnos en posibles secuestradores almodovarianos.  Si lo hacemos bien, se quedarán, y nos libraremos de uno de los problemas más acuciantes de la política española actual.  Y si lo hacemos mal, se irán y lo lamentaremos (no sabéis cuánto lo lamentaría yo).

* Yo que viví el estreno de Átame siendo casi treintañero, no tuve oportunidad de votar en el referéndum de la Constitución. Asi que mi vida pasará sin haber podido decidir el sistema político de mi país. La generación de mis padres, que vivió la guerra, el franquismo y la postguerra, decidió una Constitución que los hombres y mujeres de la transición aprobaron con ilusión pero con miedo (con pánico en algún caso; lo ví en mis padres y algunos de mis tios). Y yo aun me siento como un adolescente reclamando que me dejen participar a mi. Que ya soy mayor! (y tan mayor!).

L’ensenyament públic i la transmissió de la ideologia neoliberal (1)

Els meus fills han sigut estudiants de l’ensenyament públic. Tota la seua vida. Nosaltres sempre hem defensat l’escola pública, hi crèiem...