divendres, 25 d’agost del 2017

Átame, o el espejismo de lo políticamente correcto


Pedro Almodóvar, probablemente el más internacional de nuestros cineastas desde Buñuel, estrenó en 1990 Átame. Fui a verla al cine cuando se estrenó (sí, soy tan mayor) y salí alterado. El argumento no es del todo novedoso, recuerda al de The Collector, de William Wyler. Un joven claramente perturbado secuestra a su objeto de deseo, una bella joven, para conseguir su amor. En la película de Almodóvar, un Antonio Banderas en el esplendor de su belleza juvenil, realiza un alarde interpretativo que hace creíble que seduzca a una hermosísima Victoria Abril, que no actúa peor. Lo sorprendente de Átame es que Banderas se salga con la suya y Victoria Abril acabe enamorada de su raptor. La debilidad del personaje de Victoria Abril se vislumbra cuando, a la vista de que la férrea vigilancia de Banderas se relaja y le da la posibilidad de escaparse, le pide: “Átame”.

La película se ve muy a gusto si uno acepta lo que es, una ficción esperpéntica con un toque de humor almodovariano.  Pero, así como en otras películas es fácil identificarse con los personajes, aquí resulta imposible hacerlo, provoca náuseas ponerse en la piel de un secuestrador que fuerza la voluntad de la víctima hasta provocarle un síndrome de Estocolmo y hacerla su amante. Se trata de una película políticamente incorrectísima, en línea con el carácter transgresor del Almodóvar de los 1980-90. Hoy en día, una película así sería impensable y provocaría, seguramente, el rechazo de amplios sectores de la crítica y reacciones encendidas entre el público (twitter ardería).



Por todo esto (y voy al tema) sorprende que se considere políticamente correcto impedir a la ciudadanía de Cataluña expresar siquiera su voluntad de quedarse con nosotros o independizarse. El argumento político oficial, voceado desde todos los medios de comunicación públicos y privados de España (salvo los catalanes, claro) reza que no hay democracia sin ley y que la ley impide hacer un referéndum. Así que hemos de convertirnos en posibles secuestradores sin rechistar. Como ficción almodovariana vale, pero yo no puedo aceptar esa postura en la política de mi país.

La ley a la que se alude para evitar una consulta a la ciudadanía de Cataluña es, ni más ni menos, la ley de leyes, la Constitución Española de 1978*.  Efectivamente, su artículo 2 dice “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.  Así que tema cerrado, ¿no?. Pues no. Las leyes son instrumentos para asegurar la vida en común en paz y harmonía con respeto de los derechos de todos. Nos debemos a ese desiderátum y no a las leyes en sí mismas. Por eso la Constitución explicita los mecanismos de modificación de las leyes y de la propia Constitución (a la que se dedica todo el Título X). El uso de la consulta directa a la ciudadanía mediante referéndum se cita en diversos títulos de la Constitución, incluido el propio Título X. Cabe destacar que en el Capítulo tercero, dedicado a las comunidades autónomas se habla de que la modificación de los estatutos requerirá “referéndum entre los electores inscritos en los censos correspondientes” de la comunidad autónoma. O sea, que existe el referéndum restringido a la comunidad autónoma (de hecho se empleó para la reforma del estatuto de Cataluña).  Y en gran medida, la causa del conflicto actual es la confrontación de la legalidad del Estatuto de Cataluña refrendado por la ciudadanía catalana y la (in)constitucionalidad del mismo decidida por un Tribunal Constitucional de 12 miembros nombrados por dos partidos políticos actualmente minoritarios en Cataluña. Un tema incómodo y difícil de resolver.

Hubo un tiempo en que yo trabajaba en un gran departamento universitario en el  que éramos profesores de dos áreas de conocimiento, una de ellas muy mayoritaria. En los consejos de departamento la mayoría siempre estaba de su lado, con lo que imponían a nuestra área decisiones que nos atañían y con las que estábamos unánimemente en desacuerdo. La democracia no sólo es la decisión por mayorías, sino el respeto de las minorías. Y en ese dilema nos encontramos ahora.

Imaginemos que uno de estos días, en un rapto de prurito democrático (estoy haciendo ciencia ficción) nuestro Gobierno y/o las Cortes Generales decidieran someter a referéndum a toda la ciudadanía de España la cuestión de la independencia de Cataluña (o del Pais Vasco, o cualquier otro tema de calado, tanto me da). Es lógico suponer que si la ciudadanía decidiera, en consulta directa, un cambio del status quo del Estado, se convocarían Cortes Constituyentes que elaborarían una nueva Constitución en la que plasmarían el cambio decidido por la ciudadanía. Eso es la democracia.

Pues bien: ¿qué pasaría si en ese referéndum hubiera una respuesta global contraria a la independencia de Cataluña y, por el contrario, entre los ciudadanos catalanes la respuesta fuera favorable a su propia independencia? Podríamos aplicar la premisa de la decisión por mayorías y mantener secuestrados a los catalanes con la esperanza de que, en un final al estilo de Átame, el pueblo catalán se enamorara de nuevo de España y cayera rendido a nuestros pies.  O, por el contrario, podríamos ser políticamente correctos y respetar la decisión de la minoría catalana. Así pues, tanto da decidir este tema mediante referéndum a toda España (no se puede cuestionar la legalidad democrática de eso) que restringirlo a Cataluña. 

¿Por qué no les dejamos que decidan? Planteemos el referéndum y seduzcamos a los catalanes en lugar de someterlos. Seamos, por fin, políticamente correctos, en lugar de transformarnos en posibles secuestradores almodovarianos.  Si lo hacemos bien, se quedarán, y nos libraremos de uno de los problemas más acuciantes de la política española actual.  Y si lo hacemos mal, se irán y lo lamentaremos (no sabéis cuánto lo lamentaría yo).

* Yo que viví el estreno de Átame siendo casi treintañero, no tuve oportunidad de votar en el referéndum de la Constitución. Asi que mi vida pasará sin haber podido decidir el sistema político de mi país. La generación de mis padres, que vivió la guerra, el franquismo y la postguerra, decidió una Constitución que los hombres y mujeres de la transición aprobaron con ilusión pero con miedo (con pánico en algún caso; lo ví en mis padres y algunos de mis tios). Y yo aun me siento como un adolescente reclamando que me dejen participar a mi. Que ya soy mayor! (y tan mayor!).

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