Pedro Almodóvar, probablemente el más
internacional de nuestros cineastas desde Buñuel, estrenó en 1990 Átame. Fui a verla al cine cuando se
estrenó (sí, soy tan mayor) y salí alterado. El argumento no es del todo
novedoso, recuerda al de The Collector,
de William Wyler. Un joven claramente perturbado secuestra a su objeto de
deseo, una bella joven, para conseguir su amor. En la película de Almodóvar, un
Antonio Banderas en el esplendor de su belleza juvenil, realiza un alarde
interpretativo que hace creíble que seduzca a una hermosísima Victoria Abril, que
no actúa peor. Lo sorprendente de Átame
es que Banderas se salga con la suya y Victoria Abril acabe enamorada de su
raptor. La debilidad del personaje de Victoria Abril se vislumbra cuando, a la vista de que la férrea vigilancia de Banderas se relaja y le da la
posibilidad de escaparse, le pide: “Átame”.
La película se ve muy a gusto si uno
acepta lo que es, una ficción esperpéntica con un toque de humor almodovariano. Pero, así como en otras
películas es fácil identificarse con los personajes, aquí resulta imposible
hacerlo, provoca náuseas ponerse en la piel de un secuestrador que fuerza la
voluntad de la víctima hasta provocarle un síndrome de Estocolmo y hacerla su
amante. Se trata de una película políticamente incorrectísima, en línea con el carácter transgresor del Almodóvar de los 1980-90. Hoy en día, una película
así sería impensable y provocaría, seguramente, el rechazo de amplios sectores
de la crítica y reacciones encendidas entre el público (twitter ardería).
Por todo esto (y voy al tema) sorprende que
se considere políticamente correcto impedir
a la ciudadanía de Cataluña expresar siquiera su voluntad de quedarse con nosotros o independizarse. El argumento político oficial,
voceado desde todos los medios de comunicación públicos y privados de España
(salvo los catalanes, claro) reza que no hay democracia sin ley y que la ley
impide hacer un referéndum. Así que hemos de convertirnos en posibles
secuestradores sin rechistar. Como ficción almodovariana
vale, pero yo no puedo aceptar esa postura en la política de mi país.
La ley a la que se alude para evitar una
consulta a la ciudadanía de Cataluña es, ni más ni menos, la ley de leyes, la
Constitución Española de 1978*. Efectivamente,
su artículo 2 dice “La Constitución se
fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e
indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la
autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad
entre todas ellas”. Así que tema
cerrado, ¿no?. Pues no. Las leyes son instrumentos para asegurar
la vida en común en paz y harmonía con respeto de los derechos de todos. Nos
debemos a ese desiderátum y no a las leyes en sí mismas. Por eso la Constitución
explicita los mecanismos de modificación de las leyes y de la propia
Constitución (a la que se dedica todo el Título X). El uso de la consulta
directa a la ciudadanía mediante referéndum se cita en diversos títulos de la
Constitución, incluido el propio Título X. Cabe destacar que en el Capítulo
tercero, dedicado a las comunidades autónomas se habla de que la modificación
de los estatutos requerirá “referéndum entre los electores inscritos en los
censos correspondientes” de la comunidad autónoma. O sea, que existe el
referéndum restringido a la comunidad autónoma (de hecho se empleó para la
reforma del estatuto de Cataluña). Y en
gran medida, la causa del conflicto actual es la confrontación de la legalidad
del Estatuto de Cataluña refrendado por la ciudadanía catalana y la (in)constitucionalidad
del mismo decidida por un Tribunal Constitucional de 12 miembros nombrados por
dos partidos políticos actualmente minoritarios en Cataluña. Un tema incómodo y
difícil de resolver.
Hubo un tiempo en que yo trabajaba en un gran
departamento universitario en el que
éramos profesores de dos áreas de conocimiento, una de ellas muy mayoritaria.
En los consejos de departamento la mayoría siempre estaba de su lado, con lo
que imponían a nuestra área decisiones que nos atañían y con las que estábamos
unánimemente en desacuerdo. La democracia no sólo es la decisión por mayorías,
sino el respeto de las minorías. Y en ese dilema nos encontramos ahora.
Imaginemos que uno de estos días, en un rapto
de prurito democrático (estoy haciendo ciencia ficción) nuestro Gobierno y/o las Cortes Generales decidieran someter a referéndum a toda la
ciudadanía de España la cuestión de la independencia de Cataluña (o del Pais
Vasco, o cualquier otro tema de calado, tanto me da). Es lógico suponer que
si la ciudadanía decidiera, en consulta directa, un cambio del status quo del Estado, se convocarían
Cortes Constituyentes que elaborarían una nueva Constitución en la que plasmarían
el cambio decidido por la ciudadanía. Eso es la democracia.
Pues bien: ¿qué pasaría si en ese referéndum
hubiera una respuesta global contraria a la independencia de Cataluña y, por el contrario, entre
los ciudadanos catalanes la respuesta fuera favorable a su propia
independencia? Podríamos aplicar la premisa de la decisión por mayorías y
mantener secuestrados a los catalanes con la esperanza de que, en un final al
estilo de Átame, el pueblo catalán se
enamorara de nuevo de España y cayera rendido a nuestros pies. O, por el contrario, podríamos ser
políticamente correctos y respetar la decisión de la minoría catalana. Así pues, tanto da decidir este tema mediante
referéndum a toda España (no se puede cuestionar la legalidad democrática de eso)
que restringirlo a Cataluña.
¿Por qué no les dejamos que decidan? Planteemos el
referéndum y seduzcamos a los catalanes en lugar de someterlos. Seamos, por
fin, políticamente correctos, en lugar de transformarnos en posibles
secuestradores almodovarianos. Si lo hacemos bien, se quedarán, y nos
libraremos de uno de los problemas más acuciantes de la política española
actual. Y si lo hacemos mal, se irán y
lo lamentaremos (no sabéis cuánto lo lamentaría yo).
* Yo que viví el estreno de Átame siendo casi treintañero, no tuve oportunidad de votar en el referéndum de la Constitución. Asi que mi vida pasará sin haber podido decidir el sistema político de mi país. La generación de mis padres, que vivió la guerra, el franquismo y la postguerra, decidió una Constitución que los hombres y mujeres de la transición aprobaron con ilusión pero con miedo (con pánico en algún caso; lo ví en mis padres y algunos de mis tios). Y yo aun me siento como un adolescente reclamando que me dejen participar a mi. Que ya soy mayor! (y tan mayor!).